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Cuando los padres rutinariamente resolvían sus ansiedades acerca del cuidado de los hijos matándolos, ello influía profundamente en los niños que sobrevivían. Respecto de aquellos a los que se les perdonaba la vida, la reacción proyectiva era la predominante y el carácter concreto de la inversión se manifestaba en la difusión de la práctica de la sodomía con el niño.
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Una vez que los padres empezaron a aceptar al hijo como poseedor de un alma, la única manera de hurtarse a los peligros de sus propias proyecciones era el abandono, entregándolo al ama de cría, internándolo en el monasterio o en el convento, cediéndolo a otras familias de adopción, enviándolo a casa de otros nobles como criado o rehén; o manteniéndolo en el hogar en una situación de grave abandono afectivo.
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Como el niño, cuando se le permitía entrar en la vida afectiva de los padres, seguía siendo un recipiente de proyecciones peligrosas, la tarea de éstos era moldearlo. El período comienza aproximadamente en el siglo XIV, en el que se observa un aumento del número de manuales de instrucción infantil
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Inglaterra iba tan por delante del continente en cuestiones de lactancia que ya en el siglo XVII había muchas madres bastante acomodadas que daban el pecho a sus hijos
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Una radical reducción de la proyección y la casi desaparición de la inversión fueron los resultados de la gran transición que en las relaciones paterno-filiales se operó en el siglo XVIII. El niño ya no estaba tan lleno de proyecciones peligrosas y en lugar de limitarse a examinar sus entrañas con un enema, los padres se aproximaban más a él y trataban de dominar su mente a fin de controlar su interior, sus rabietas, sus necesidades, su masturbación, su voluntad misma.
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Estas figuras alarmantes eran también las preferidas de las niñeras que deseaban mantener a los niños en la cama mientras ellas salían de noche.
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A medida que las proyecciones seguían disminuyendo, la crianza de un hijo no consistió tanto en dominar su voluntad como en formarle, guiarle por el buen camino, enseñarle a adaptarse: socializarlo. Asimismo, en el siglo XIX el padre comienza por vez primera a interesarse en forma no meramente ocasional por el niño, por su educación y a veces incluso ayuda a la madre en los quehaceres que impone el cuidado de los hijos.
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A finales del siglo sus exigencias de limpieza eran ya tan estrictas que el niño ideal era aquel “que no puede soportar suciedad alguna en su cuerpo, en su ropa o en lo que le rodea, ni siquiera por un momento”.
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El método de ayuda se basa en la idea de que el niño sabe mejor que el padre lo que necesita en cada etapa de su vida e implica la plena participación de ambos padres en el desarrollo de la vida del niño, esforzándose por empatizar con él y satisfacer sus necesidades peculiares y crecientes. No supone intento alguno de corregir o formar “hábitos”. El niño no recibe golpes ni represiones, y sí disculpas cuando se le da un grito motivado por la fatiga o el nerviosismo.
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Este método exige de ambos padres una enorme cantidad de tiempo, energía y diálogo, especialmente durante los primeros seis años, pues ayudar a un niño a alcanzar sus objetivos cotidianos supone responder continuamente a sus necesidades: jugar con él, tolerar sus regresiones, estar a su servicio y no a la inversa, interpretar sus conflictos emocionales y proporcionar los objetos adecuados a sus intereses de evolución.