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Antes de la llegada de los romanos existían una serie de lenguas prerromanas habladas por los pueblos que entonces habitaban en la Península Ibérica (celtas, íberos, fenicios...), de origen indoeuropeo y preindoeuropeo. Los restos de estas lenguas han quedado como sustrato lingüístico en la toponimia (Segovia), en la terminología relativa al terreno (berrueco, légamo) y a las actividades del campo (colmena) y en sufijos (-arro, -urro) o en el patronímico -ez (Fernández, hijo de Fernando).
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Comienza en el 218 a.C., cuando los romanos imponen su cultura, estructuras militares, administrativas y políticas, y su lengua, el latín. Las lenguas prerromanas fueron cayendo en desuso dado el asentamiento del latín. En Andalucía y Levante la impronta se produjo antes, mientras que el norte mantuvo por más tiempo su lengua originaria. El latín vulgar de los conquistadores dará lugar a las lenguas romances, entre ellas el castellano. Por ello, la mayoría de nuestro léxico proviene del latín.