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En China y Mesopotamia se originan las primeras bebidas fermentadas. Se utilizaban uvas silvestres, frutas, arroz y miel como materias primas. La fermentación ocurría de manera natural, sin conocimiento técnico, y el producto obtenido era una bebida rudimentaria con alcohol. Se usaba en rituales y posiblemente con fines curativos, dando inicio al vínculo del vino con lo religioso y medicinal.
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Estas fermentaciones rudimentarias sentaron las bases del vino como bebida ritual, marcando el inicio de su evolución tecnológica y cultural.
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Egipcios, sumerios y fenicios domesticaron la vid y produjeron vinos almacenados en ánforas. El vino tenía un uso elitista y religioso, formando parte de rituales funerarios y banquetes.
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Gracias al comercio fenicio, el vino comenzó a difundirse y a convertirse en un símbolo cultural y religioso en el Mediterráneo antiguo.
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Los griegos consideraban el vino símbolo de civilización y lo integraron en simposios y medicina. Los romanos mejoraron la producción con bodegas, clasificaron calidades y lo expandieron por su imperio.
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Los aportes romanos en técnicas y comercio convirtieron al vino en una industria próspera que aún hoy influye en su producción moderna.
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En la Edad Media, los monasterios europeos conservaron y perfeccionaron las técnicas de cultivo y vinificación, usando el vino para la misa y como medicina.
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Gracias al trabajo de los monjes, el vino se mantuvo vivo como tradición religiosa y médica, preparándolo para la expansión renacentista.
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Con la expansión europea, los conquistadores llevaron la vid al continente americano. Se empezaron a adaptar cepas al nuevo clima, integrando la bebida en ritos religiosos y prácticas médicas coloniales.
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Esta etapa inicia la internacionalización del vino y el desarrollo de nuevas cepas, técnicas y estilos vinculados a nuevas culturas.
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Durante la Revolución Industrial, se modernizó el prensado, embotellado y transporte. El vino comenzó a diferenciarse según la región y se consolidó como bebida popular y cultural.