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The Last Man, capítulo VII (Mary Shelley)

  • Windsor
    121

    Windsor

    [...] volvimos los ojos hacia Windsor. Su cercanía de Londres atenuaba el dolor de tener que separarnos de Raymond y Perdita. Nos despedimos de ellos en el palacio del Protectorado.
  • Esperanza
    122

    Esperanza

    Siempre estaba rodeado de proyectistas y proyectos destinados a hacer de Inglaterra escenario de fertilidad y magnificencia. La pobreza iba a ser erradicada. Los hombres se trasladarían de un lugar a otro casi con la misma facilidad que los príncipes Hussein, Alí y Ahmed en Las mil y una noches. El estado físico del hombre pronto dejaría de depender de la benevolencia de los ángeles. La enfermedad sería abolida y de los trabajos se suprimirían las cargas más pesadas.
  • Obstáculos
    123

    Obstáculos

    Las artes de la vida y los descubrimientos de la ciencia, habían aumentado en una proporción que hacía imprevisible todo cálculo. Los alimentos, por así decirlo, brotaban espontáneamente; existían máquinas que suministraban fácilmente todo lo que la población necesitaba. Pero la tendencia al mal sobrevivía y los hombres no eran felices, no porque no pudieran, sino porque no se alzaban para superar los obstáculos que ellos mismos habían creado.
  • El afecto
    126

    El afecto

    Viéndola en aquella situación sentía su alma atravesada por una flecha. Se sentó junto a ella, le tomó la mano y le dijo mil cosas, movido por la compasión y el afecto.
  • Las calles destartaladas
    126

    Las calles destartaladas

    Raymond no había visitado nunca las viviendas de los más necesitados, y la visión que se presentó ante él le causó un fuerte impacto: el suelo estaba hundido en varios lugares, las paredes desconchadas y desnudas, el techo manchado de humedad. En un rincón vio una cama destartalada. Sólo había dos sillas en el cuarto, además de una mesa vieja y rota, sobre la que reposaba una palmatoria de hojalata con una vela encendida.
  • Promesas
    129

    Promesas

    “No deseo defender mi causa ante ninguno de ellos, ni siquiera ante su señoría, si no me hubiera descubierto. El tenor de mis acciones demostrará que prefería morir a convertirme en blanco de burlas: «¡Mirad todos a la orgullosa Evadne vestida con harapos! ¡Mirad a la princesa mendiga!» La mera idea está cargada de veneno de áspid. Prométame que no violará mi secreto.”
  • La casa de Perdita
    288

    La casa de Perdita

    Aquel lugar, escenario de los más dulces recuerdos, aquella casa desierta y el jardín abandonado, se compadecían bien con mi melancolía. [...] Con el mismo espíritu de exceso, en el momento de separarse de Raymond lo descuidó todo. Y ahora se hallaba en estado de ruina: los ciervos habían pasado sobre las verjas rotas y reposaban entre las flores. La hierba crecía en el umbral y las celosías, que el viento hacía crujir, daban cuenta de la absoluta desolación del lugar.
  • La nueva escena
    289

    La nueva escena

    El cielo estaba muy azul y el aire se impregnaba de la fragancia de flores raras que crecían entre las malas hierbas. Los árboles se mecían, más arriba, despertando la melodía favorita de la naturaleza, pero el aspecto triste de los senderos descuidados, los arriates de flores cubiertos de maleza, ensombrecían aquella alegre escena estival.
  • Pobre hombre
    290

    Pobre hombre

    “Me encontré con un grupo de aquellos seres aterrorizados en el sendero que conducía directamente al cobertizo. Uno de ellos me detuvo y, dando por supuesto que yo ignoraba la circunstancia que nos ocupa, me conminó a no seguir avanzando, pues un apestado se hallaba postrado a escasa distancia.
    –Lo sé –repuse yo–, y me dirijo a ver en qué estado se encuentra el pobre hombre. –”
  • El enemigo
    291

    El enemigo

    El horror me helaba la sangre, me erizaba el vello, me hacía temblar. Presa de una demencia pasajera, hablé con el muerto: –De modo que la peste te ha matado –susurré–. ¿Y cómo ha sido? ¿Has sentido dolor? Parece que el enemigo te hubiera sometido a tortura antes de asesinarte.
  • El profeta
    295

    El profeta

    “Ahora, bajo la logia del ayuntamiento de Windsor, encaramado a la escalinata, arengaba a la temblorosa multitud. –Escuchad, vosotros, habitantes de la tierra –exclamó–, escuchad al cielo que todo lo ve y que es inclemente. Y escucha también tú, corazón arrastrado por la tempestad, que respiras estas palabras pero te desvaneces bajo su significado: ¡la muerte habita entre nosotros!...”