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Y les habló otra vez Pilato, queriendo soltar a Jesús.
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Pero ellos volvieron a dar voces, diciendo: ¡a Crucifícale, crucifícale!
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Y él les dijo por tercera vez: ¿Pues qué mal ha hecho este? a Ninguna culpa de muerte he hallado en él; le castigaré, pues, y le soltaré.
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Mas ellos insistían a grandes voces, pidiendo que fuese a crucificado. Y las voces de ellos y de los principales sacerdotes prevalecieron.
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Entonces Pilato determinó que se hiciese lo que ellos pedían.
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Y les soltó a aquel que había sido echado en la cárcel por sedición y homicidio, a quien habían pedido; y entregó a Jesús a la voluntad de ellos.
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Y, al llevarle, tomaron a un tal Simón de Cirene, que venía del campo, y le pusieron encima la cruz para que la llevase tras Jesús.
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Y le seguía una gran multitud del pueblo, y de mujeres que lloraban y hacían lamentación por él.
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Mas Jesús, volviéndose hacia ellas, les dijo: Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, sino llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos,
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porque he aquí vendrán días en que dirán: Bienaventuradas las estériles, y los vientres que no concibieron y los pechos que no criaron.
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Entonces comenzarán a decir a los amontes: Caed sobre nosotros, y a los collados: Cubridnos
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porque si en el árbol verde hacen estas cosas, ¿en el seco, qué no se hará?
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Y llevaban también con él a otros dos, que eran amalhechores, para ser ejecutados.
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Y cuando llegaron al lugar que se llama de la Calavera, le crucificaron allí, y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda.
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Y Jesús decía: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. Y repartieron entre sí sus vestidos, echando suertes.
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Y el pueblo estaba mirando; y aun los gobernantes se burlaban de él junto con ellos, diciendo: A otros salvó; sálvese a sí mismo, si este es el Mesías, el escogido de Dios.
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También los soldados se burlaban de él, acercándose y ofreciéndole vinagre
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y diciendo: Si tú eres el Rey de los judíos, sálvate a ti mismo.
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Y había también sobre él un título escrito con letras griegas, y latinas y hebreas: ESTE ES EL REY DE LOS JUDÍOS.
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Y uno de los malhechores que estaban colgados le injuriaba, diciendo: Si tú eres el Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros.
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Y respondiendo el otro, le reprendió, diciendo: ¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condenación?
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Y nosotros, a la verdad, justamente padecemos, porque recibimos alo que merecieron nuestros hechos; pero este ningún mal hizo.
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Y dijo a Jesús: Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino.
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Entonces Jesús le dijo: De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso.
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Y cuando era como la hora sexta, hubo tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora novena.
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Y el sol se oscureció, y el velo del templo se rasgó por en medio.
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Entonces Jesús, clamando a gran voz, dijo: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y habiendo dicho esto, expiró.
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Y cuando el centurión vio lo que había acontecido, dio gloria a Dios, diciendo: Verdaderamente este hombre era justo.
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Y toda la multitud de los que estaban presentes en este espectáculo, al ver lo que había acontecido, se volvían golpeándose el pecho.
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Mas todos sus conocidos y las mujeres que le habían seguido desde Galilea estaban mirando desde lejos estas cosas.
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Y he aquí, había un hombre llamado José que era miembro del concilio, hombre bueno y justo
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(quien no había consentido en el consejo ni en los hechos de ellos), de Arimatea, ciudad de Judea, que también esperaba el reino de Dios;
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este fue a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús.
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Y bajándolo, lo envolvió en una sábana y lo puso en un sepulcro abierto en una peña, en el cual aún no se había puesto a nadie.
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Y era día de la preparación, y estaba para comenzar el día de reposo.