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En mi casa tenía tres sillas: una para la soledad, otra para la amistad y la tercera para la sociedad. Cuando se me visitaba en número abundante e inesperado no había sino la tercera silla para todos, aunque, por lo general, daban en economizar espacio quedándose de pie.
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sus amplios salones y sótanos para el almacenamiento de vinos y otras municiones de paz me parecen extravagantemente grandes en relación con sus ocupantes.
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Un inconveniente que he experimentado a veces en una casa tan pequeña ha sido la dificultad de alejarme a suficiente distancia de mis visitantes cuando empezábamos a expresar los grandes pensamientos en palabras altisonantes. Se necesita espacio para que los pensamientos se perfilen y, bien ajustados, hagan el camino necesario para que lleguen a calar.
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Mi «mejor» habitación, no obstante —mi retiro—, lista siempre para albergar compañía, sobre cuya alfombra rara vez incidía el sol, era el pinar de detrás de la casa. Durante el verano llevaba allí a mis invitados distinguidos, y un inapreciable sirviente barría el suelo, quitaba el polvo de los muebles y ponía orden en las cosas.
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Pero si acudían veinte y se sentaban a mi mesa, no se hablaba para nada de la cena, aunque hubiera pan bastante para dos, como si el comer fuera una costumbre olvidada y la práctica de la abstinencia algo natural, hecho que no se consideraba en defecto de hospitalidad sino propio y acertado.
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En cuanto al alojamiento, cierto es que fueron pobremente atendidos, aunque lo que consideraron una inconveniencia no era sino, en verdad, especial honor; por lo que a la comida se refiere, no veo cómo los indios podían haberlo hecho mejor. No tenían para alimentarse a sí mismos y eran lo suficiente sabios para saber que las disculpas no podrían suplir la carencia de viandas, de manera que optaron por apretarse el cinturón y no hablar de ello.
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Una vez, le pregunté si no se sentía fatigado llegada la noche, después de una dura jornada de trabajo; él respondió, poniendo la mirada grave y sincera: «¡Gorrapiit!, jamás me he cansado en la vida».
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Los viejos y enfermos y los tímidos independientemente de su edad y sexo, pensaban principalmente en enfermedades, en un súbito accidente y en la muerte; la vida se les antojaba llena de peligros
pero ¿qué peligro existe si uno no piensa en ello?— y opinaban que todo hombre prudente elegiría cuidadosamente el emplazamiento más seguro, donde el doctor B. -
Gocé asimismo de visitantes más alegres que los últimamente nombrados. Niños que recogían bayas, trabajadores del ferrocarril, de paseo dominical con la camisa limpia, pescadores y cazadores, poetas y filósofos; en suma, peregrinos honestos todos, que acudían a los bosques en busca de libertad, dejando la villa a sus espaldas.