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El primer Laboratorio Clínico de la historia fue un espacio reducido con una mesa y un asiento, y contaba con un único instrumento que era el propio médico que observaba, probaba e interpretaba un fluido obtenido involuntariamente por su paciente: su orina. Un pequeño frasco de vidrio bastaba para preparar la prueba.
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Un siglo después, el Rector y Gran Maestre de la Escuela, Mauro de Salerno, sistematizaría la uroscopia con su obra Regula urinarius.
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En la misma época apareció el microscopio, segundo elemento emblemático del laboratorio clínico, cuya historia particular y valor en la microbiología a través del descubrimiento de gérmenes patógenos.
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La actividad de laboratorista, fue asumida en un comienzo por los mismos clínicos. Una representación muy usual de la práctica médica en la Edad Media fue la observación de un recipiente o mátula con un líquido más o menos transparente al lado de la cama del enfermo contra luz. Este líquido no debía ser otra cosa que la orina del paciente.
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Había sugerido construir laboratorios hospitalarios para poder estudiar, muestras patológicas que puedan ser químicamente investigadas, las diferentes excreciones del cuerpo, la orina en la diabetes y en las enfermedades del riñón o en las altas fiebres, las expectoraciones en las afecciones pulmonares, el reumatismo, en las fiebres intermitentes y así todas las descargas y su relación con el tipo de enfermedad, su carácter y su duración, así como con los medicamentos aplicados.
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Poco a poco, se fueron añadiendo técnicas e instrumentos que fueron haciendo cada vez más compleja la labor del laboratorio clínico.
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creó el primer recinto específico que recibió el nombre de laboratorio de química clínica.