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En Grecia una ley ateniense ordenó que se depositaran en los archivos del la ciudad copias exactas de las obras de los grandes clásicos. Entonces, los libros eran copiados en forma manuscrita, por consiguiente, el costo de las copias era muy alto y su número total muy limitado. Este hecho, sumado a la escasez de personas capacitadas para leer y en condiciones de poder adquirirlas, determinó el nacimiento de un interés jurídico específico que proteger.
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La producción editorial se redujo notablemente, y los monasterios fueron las únicas instituciones que continuaron manufacturando libros. Monjes y frailes copiaban obras clásicas, estas copias son manuales y muy escasas, la difusión de las obras muy limitada. A partir del siglo XII, con el desarrollo de las Universidades, la demanda de textos crece, el número de copias se multiplica, y los textos circulan con mayor fluidez.
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La posibilidad de utilizar la obra se independiza de su autor. Nace entonces la necesidad de regular el derecho de reproducción de las obras, aunque llevaría varios siglos más delimitar los caracteres actuales. Primero apareció bajo la forma de “privilegios”. Estos privilegios eran monopolios de explotación que el poder gubernativo otorgaba a los impresores y libreros, por un tiempo determinado, a condición de haber obtenido la aprobación de la censura y de registrar la obra publicada.
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Con la derogación del sistema de los privilegios nació el derecho de autor como lo conocemos en la actualidad. El fin de la etapa comenzó en Inglaterra y se debió a la influencia del pensamiento de John Locke. Desde finales del siglo XVIII fue tomando fuerza una corriente de opinión favorable a la libertad de imprenta y a los derechos de los autores, movimiento que defendía los derechos de los autores frente a los impresores y libreros que había obtenido el privilegio de censurar los escritos.
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En 1710 en Inglaterra se aprueba el Statute of Anne (Estatuto de la Reina Ana), la primera ley conocida sobre derechos de autor. La consecuencia más significativa de la aprobación del Statute of Anne fue la introducción de un plazo de duración del copyright, mientras que antes los privilegios podían ser indefinidos. Los derechos atribuidos por esta ley no beneficiaban sólo a los editores, sino en primer lugar a los escritores.
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En España, el Rey Carlos III dispuso, por real ordenanza, que el privilegio exclusivo de imprimir una obra sólo podía otorgarse a su autor y debía negarse a toda comunidad secular o regular.
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El proceso de reconocimiento de derechos a los autores tuvo su origen en los litigios que, desde principios del siglo XVIII, mantuvieron los impresores y libreros “privilegiados” de París con los no “privilegiados”. El gobierno de Luis XVI intervino en la cuestión dictando, seis decretos en los que reconoció al autor el derecho a editar y vender sus obras, creándose así dos categorías diferentes de privilegios, los de los editores y los reservados a los autores.
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El reconocimiento del derecho individual del autor a la protección de su obra se afianza a finales del siglo XVIII a través de la legislación que se dicta en los Estados Unidos de América y en también en Francia, las dos naciones modernas. Posteriormente a este siglo, muchos países incluyeron en sus Constituciones nacionales los derechos de autor entre los derechos fundamentales del individuo.
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Finalmente en el siglo XX el derecho de autor es universalmente reconocido como derecho del individuo, en la Declaración Universal de los Derechos Humanos.