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La primera toma de posición del Estado romano contra los cristianos se remonta al emperador Claudio. Los historiadores Suetonio y Dión Casio refieren que Claudio hizo expulsar a los judíos porque estaban continuamente en litigio entre sí por causa de cierto Chrestos.
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El gran historiador Tácito Cornelio, senador y cónsul, describirá este acontecimiento escribiendo en tiempo de Trajano sus Annales. Él acusa a Nerón de haber culpado injustamente a los cristianos, pero se declara convencido de que estos merecen las penas más severas, porque su superstición los impulsa a cometer acciones nefandas.
No comparte, pues, ni siquiera la compasión que muchos experimentaron al verlos torturados. He aquí la célebre página de Tácito. -
En el año 64 un incendio devastó 10 de los 14 barrios de Roma. El emperador Nerón, acusado por el pueblo de ser el autor del mismo, echó la culpa a los cristianos. Empieza la primera gran persecución que durará hasta el 68 y verá perecer entre otros a los apóstoles Pedro y Pablo.
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El historiador Cayo Suetonio, funcionario imperial de alto rango bajo Trajano y Adriano, intelectual y consejero del emperador, justificará esta y las sucesivas intervenciones del Estado contra los cristianos definiéndolos como «superstición nueva y maléfica»: palabras muy fuertes.
Como superstición el cristianismo es puesto en conexión con la magia. Para los romanos es ese conjunto de prácticas irracionales. -
Muy escasas son las noticias de la persecución que afectó a los cristianos en el año 89, bajo el emperador Domiciano. En el libro 67 de su Historia Romana afirma que bajo Domiciano fueron acusados y condenados «por ateísmo» (ateótes) el consul Flavio Clemente y su mujer Domitila, y con ellos muchos otros que «habían adoptado los usos judaicos». La acusación de ateísmo, en este siglo, es dirigida contra quien no considera divinidad suprema la majestad imperial.
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Plinio da parte al emperador Trajano (98-117): «Te toca a ti, señor, valuar si es necesario crear una asociación de bomberos de 150 hombres. De mi parte, cuidaré de que tal asociación no incorpore sino bomberos...» Trajano le responde rechazando la iniciativa. El temor a las eterías prevaleció así sobre el temor a los incendios.
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En el 111 Plinio el joven, gobernador de la Bitinia a orillas del Mar Negro, estaba regresando de una inspección de su populosa y rica provincia cuando un incendio devastó la capital, Nicomedia. Mucho se habría podido salvar si hubiera habido bomberos.
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Las asociaciones de cualquier tipo que se transformaban en grupos políticos habían inducido a César a prohibir todas las asociaciones en el año 7 a. de J. C. Plinio no tardó en aplicar la prohibición de las eterías a un caso particular que se le presentó en el otoño del 112. Bitinia estaba llena de cristianos. Los cristianos no habían dejado estas reuniones ni siquiera después del edicto del gobernador que recalcaba la interdicción de las eterías.
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La misma política hacia los cristianos es la empleada por el emperador Adriano.
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Las argumentaciones de Marco Aurelio (121-180), Galeno (129-200), Luciano, Peregrino Proteo y especialmente de Celso (los tres últimos escriben sus obras en la segunda mitad del siglo segundo). La crítica de los intelectuales anticristianos se centra en la idea misma de «revelación de lo alto», que no está basada sobre la «sabiduría filosófica»; en las Escrituras cristianas, que tienen contradicciones históricas, textuales, lógicas. Toda la doctrina cristiana, para estos intelectuales, es locura
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La misma política hacia los cristianos es la empleada por el emperador Antonino Pío.
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Marco Aurelio, emperador filósofo, pasó 17 de sus 19 años de imperio guerreando. En las Memorias en que cada noche, bajo la tienda militar, anotaba algunos pensamientos «para sí mismo», se encuentra un gran desprecio hacia el cristianismo. Lo consideraba una locura, porque proponía a la gente común, ignorante, una manera de comportarse que solo los filósofos como él podían comprender y practicar después de largas meditaciones y disciplinas.
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En un rescrito prohibió que sectarios fanáticos, con la introducción de cultos hasta entonces desconocidos, pusieran en peligro la religión del Estado. La situación de los cristianos, siempre desagradable, bajo él, se tornó más áspera.
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Con Septimio Severo (193-211), fundador de la dinastía siria, parece anunciarse para el cristianismo una fase de desarrollo sin estorbos. Cristianos ocupan en la corte cargos influyentes.
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En el siglo tercero Roma sufre una gravísima crisis. Las relaciones entre cristianos e imperio romano se invierten (aun cuando no todos lo perciben).La gran crisis es así descrita por el historiador griego Herodiano: «En los 200 años anteriores, no hubo nunca un sucederse tan frecuente de soberanos, ni tantas guerras civiles y guerras contra los pueblos limítrofes, ni tantos movimientos de pueblos».
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Sólo en su décimo año de reinado el emperador cambia radicalmente de actitud. En el 202 aparece un edicto de Septimio Severo, que conmina graves penas para quien se pase al judaísmo y a la religión cristiana. El cambio repentino del emperador, solamente se puede comprender pensando que él se dio cuenta de que los cristianos se unían cada vez más estrechamente en una sociedad religiosa universal y organizada, dotada de una fuerte capacidad íntima de oposición que a él.
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Maximino el Tracio tuvo una reacción violenta y cerril contra quien había sido amigo de su predecesor, Alejandro Severo, tolerante hacia los cristianos. Fue devastada la Iglesia de Roma con la deportación a las minas de Cerdeña de los dos jefes de la comunidad cristiana, el obispo Ponciano y el presbítero Hipólito. La revuelta popular nos revela hasta qué punto los cristianos eran todavía considerados «extraños y maléficos» por la gente.
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Bajo el emperador Decio se desencadena la primera persecución sistemática contra la Iglesia, con la intención de desarraigarla definitivamente. Decio es un senador originario de Panonia, y está muy apegado a las tradiciones romanas.Las comunidades cristianas se ven desconcertadas por la tempestad. Aquellos que rehúsan el acto de sumisión son arrestados, torturados, ejecutados: así en Roma el obispo Fabián, y con él muchos sacerdotes y laicos.
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Hacia mediados del tercer siglo (alrededor del 250) se advirtió que la tranquilidad se había acabado. Al este se había formado el fuerte imperio de los sasánidas, que acarreó durísimos ataques a los romanos.
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Los siete años sucesivos son años de tranquilidad para la Iglesia, turbada solamente en Roma por una breve oleada de persecución cuando el emperador Treboniano Gallo (251-253) hace arrestar al jefe de la comunidad cristiana Cornelio y lo destierra a Centum Cellae. El cristianismo era todavía visto como «superstición» extraña y maléfica
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El emperador Decio y su ejército en el 251 fueron masacrados. Los godos bajaron devastando, desde el norte hasta Esparta, Atenas, Ravena. Los cúmulos de escombros que dejaban eran terribles. Perdieron la vida o fueron hechas esclavas la mayoría de las personas cultas, que no pudieron ser sustituidas. La vida regresó a un estado primitivo y selvático. La agricultura y el comercio fueron aniquilados.
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En el cuarto año del reinado de Valeriano se originó una imprevista, dura y cruenta persecución de los cristianos. No se trató, sin embargo, de un asunto de religión, sino de dinero. Ante la precaria situación del imperio, el consejero imperial (más tarde, usurpador) Macriano indujo a Valeriano a intentar taponarla secuestrando los bienes de los cristianos acaudalados.
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Pero fue tan solo un robo encubierto por motivos ideológicos, que terminó con el trágico fin de Valeriano. En el 259 cayó éste prisionero de los persas con todo su ejército y fue obligado a una vida de esclavo, que lo llevó a la muerte.
Los cuarenta años de paz que siguieron, favorecieron el desarrollo interno y externo de la Iglesia. Varios cristianos subieron a altos cargos del Estado y se mostraron hombres capaces y honestos. -
En el 260 fue capturado el emperador Valeriano con todo el ejército de 70 mil hombres, y las provincias del este fueron devastadas. La peste asoló a las legiones sobrevivientes y se propagó pavorosamente a lo largo del imperio. Al norte se había formado otro conglomerado de pueblos fuertes: los godos. Inundaron a Mesia y Dacia.
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En el 271 el emperador Aureliano ordenó a los soldados y a los ciudadanos romanos abandonar a los godos la vasta provincia de Dacia y sus minas de oro: la defensa de esas tierras costaba ya demasiada sangre. Puesto que no había más provincias para conquistar y explotar, toda la atención se dirigió al ciudadano común. Sobre él se abatieron impuestos, obligaciones, prestaciones cada vez más onerosos. Literalmente ya no se sabía si se trabajaba para sobrevivir o para pagar los impuestos.
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En el año 284, después de una brillante carrera militar, fue aclamado emperador Diocleciano, de origen dálmata. Debido al desastre de las provincias, en lo sucesivo los impuestos serían pagados per cápita y por yugada, es decir, un tanto por cada persona y por cada pedazo de terreno cultivable. El cobro fue confiado a una burocracia enorme que no se dejaba escapar nada haciendo imposible evadir el fisco, que castigaba de manera deshumana a quien lo hacía y que costaba muchísimo al Estado.
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Los primeros veinte años del reinado de Diocleciano no vieron molestados a los cristianos. En el 303, como un lance imprevisto, se disparó la última gran persecución contra los cristianos. «Es obra de Galerio, el 'César' de Diocleciano -escribe F. Ruggiero-. Él puso término en el 303 a la política prudente de Diocleciano, quien se había abstenido, no obstante abrigara sentimientos tradicionalistas, de actos intransigentes e intolerantes».
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Cuatro edictos consecutivos (febrero del 303- febrero del 304) impusieron a los cristianos la destrucción de las iglesias, la confiscación de los bienes, la entrega de los libros sagrados, la tortura hasta la muerte para quien no sacrificara al emperador. Como siempre, es difícil determinar qué motivos pudieron inducir a Diocleciano a aprobar una política así.
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Hacía falta un retorno a vetera instituta, es decir, a las antiguas leyes y a la tradicional disciplina romana. La persecución alcanzó su máxima intensidad en Oriente, especialmente en Siria, Egipto y Asia Menor. A Diocleciano, que abdicó en el 305, le sucedió como «Augusto» Galerio, y como «César» Maximino Daya, quien se demostró más fanático que él.
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Solo en el 311, seis días antes de morir por un cáncer en la garganta, Galerio emanó un airado decreto con que detenía la persecución. Con ese decreto (que históricamente marcó la definitiva libertad de ser cristianos), Galerio deploraba la obstinación, la locura de los cristianos que en gran número se habían rehusado a volver a la religión de la antigua Roma; declaraba que perseguir a los cristianos ya era inútil; y los exhortaba a rezar a su Dios por la salud del emperador.