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Mediante análisis físico-químicos en residuos encontraros en vasijas provenientes de Hierakonpolis (Alto Egipto), se observó que entre el año 3,500 y el 3,400 a.C se realizaban fermentaciones para elaborar cerveza en dichas vasijas, convirtiendolas en uno de los primeros biorreactores en la historia.
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Durante la primera guerra mundial aumentó considerablemente la demanda de acetona debido a que dicho solvente era muy utilizado para la elaboración de cordita, un material utilizado para disparar armas de fuego de la época. La producción de acetona mediante la destilación de madera no daba a abasto a las necesidades de la época, por lo que en 1915 en Gran Bretaña se comenzó a producir acetona en biorreactores con una capacidad de 2,000 galones utilizando Clostridium acetobutylicum.
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En 1953 se publica un artículo donde inocularon microalgas en una un biorreactor que consistía en un depósito de agua, abierto al aire, de tal manera que las microalgas aprovechan el CO2 del ambiente y la luz solar, abriendo paso a los biorreactores abiertos.
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En junio de 1988 se publicó un artículo sobre un novedoso biorreactor creado por William Bunch. Dicho biorreactor contaba con pequeños tubos (fibras huecas) de 0.1 a 0.5 um (anisotrópico) o de0.05 a 6 mm (isotrópico). Los microorganismos se adhieren a la superficie alrededor de las fibras huecas y crecen en ellas, pudiendo ser transferidas y utilizadas directamente en otro biorreactor.
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En la actualidad, los biorreactores más sofisticados poseen gran control de condiciones ambientales en su interior, tales como temperatura, pH, oxigenación, concentración de gases (O2/CO2), agitación, presión, etc.) para llevar a cabo fermentaciones y bioprocesos como el cultivo de células animales y microorganismos, hidrólisis enzimática y ácida, producción de enzimas, vacunas y fármacos, biofertilizantes, biorremediación, producción de aceites, etc.